Bogotá, Sábado 1 de julio de 2006
El equilibrio entre la libertad de mercado y el control de los monopolios es una de las responsabilidades más delicadas del Estado contemporáneo. De una parte, debe velar para que se den las condiciones óptimas en las cuales florezca la libre competencia y la sana emulación entre empresarios. Pero de otra, debe ser cuidadoso para que agazapados detrás de una falsa libertad de mercado no se instalen estructuras monopólicas.
Esta permanente tensión entre libertad de empresa y los deberes estatales de controlar las estructuras monopólicas u oligopólicas que afecten negativamente al mercado y a los consumidores, está presente con agudeza en muchas economías contemporáneas. Quizás el caso más ilustrativo es el que está aconteciendo en Europa en estos momentos de auge de las fusiones en todo el mundo.
Europa se debate en una aguda crisis de crecimiento. No está creando empleos al mismo ritmo que sus competidores, especialmente Asia y Estados Unidos. Las fuerzas xenéfobas están floreciendo por todas partes. Algunos proponen para superar este rezago más mercado. Otros proponen más controles y más intervencionismo estatal. En muchos campos parece estar prevaleciendo la segunda de estas doctrinas.
Un caso típico de esta tendencia es lo que está ocurriendo con las fusiones y adquisiciones. Estos replanteamientos empresariales buscan, en teoría, inyectarle más eficiencia y economías de escala al comportamiento de los mercados. Y si con ellas no se conforman estructuras monopólicas lo lógico es facilitarlas.
Pues bien, el rampante nacionalismo europeo lo que está haciendo es obstaculizar buena parte de estas fusiones que, sin conformar monopolios, lo que están procurando es más competencia a nivel de la Unión Europea. Es decir, mayores ventajas para los consumidores.
Los casos son muchos. Y buena parte de ellos están focalizados en el sector energético. Hasta el punto que está planteada actualmente una aguda polémica entre las autoridades de la Unión Europea de Bruselas y varios de los países miembros, precisamente sobre este tema. La primera quiere más mercado. Los segundos más intervencionismo y más nacionalismo.
Francia se opone, por ejemplo, a que sus compañías de gas y electricidad puedan ser cortejadas por intereses extranjeros, y proceden a cerrarlas. Los españoles actúan de la misma manera: se oponen cerreramente a que una gran empresa alemana de energía pueda postularse como eventual interesada en adquirir una de sus principales compañías de generación y de distribución eléctrica. Los italianos hacen todo tipo de trucos (lo que le costó inclusive el puesto al anterior director del Banco de Italia) para que dos de sus bancos no caigan en manos de inversionistas holandeses.
Y como si lo anterior fuera poco, las autoridades judiciales italianas acaban de revelar (en pleno campeonato mundial) que ni siquiera el fútbol escapa a los intentos de colusión: los dirigentes de los principales clubes italianos acaban de ser formalmente acusados de interferir el libre mercado del fútbol al presionar árbitros en las partidas claves del campeonato del “calcio” italiano.
Europa seguirá perdiendo inexorablemente terreno económico frente a los Estados Unidos y Asia si no se atreve a liberar con más audacia sus mercados. Comenzando por el del trabajo. Siguiendo con el de los energéticos. Y concluyendo con todos aquellos en los que sus gobiernos (los mismos que le predican el libre mercado al tercer mundo) hacen gala de un nacionalismo pasado de moda, prohibiendo o entorpeciendo que sus empresas sean adquiridas por otras organizaciones de la misma Unión Europea. A menudo por falsos orgullos. Y olvidando siempre que al único al que hay que proteger -aunque poco se habla de ello- es al consumidor.
Lo que está aconteciendo en Europa debe proporcionar abundante materia prima de reflexión para lo que corresponda hacer en Colombia. Las magnitudes son por supuesto diferentes. Pero los problemas a resolver, y los intereses a proteger o a reprimir son siempre los mismos.
Esta permanente tensión entre libertad de empresa y los deberes estatales de controlar las estructuras monopólicas u oligopólicas que afecten negativamente al mercado y a los consumidores, está presente con agudeza en muchas economías contemporáneas. Quizás el caso más ilustrativo es el que está aconteciendo en Europa en estos momentos de auge de las fusiones en todo el mundo.
Europa se debate en una aguda crisis de crecimiento. No está creando empleos al mismo ritmo que sus competidores, especialmente Asia y Estados Unidos. Las fuerzas xenéfobas están floreciendo por todas partes. Algunos proponen para superar este rezago más mercado. Otros proponen más controles y más intervencionismo estatal. En muchos campos parece estar prevaleciendo la segunda de estas doctrinas.
Un caso típico de esta tendencia es lo que está ocurriendo con las fusiones y adquisiciones. Estos replanteamientos empresariales buscan, en teoría, inyectarle más eficiencia y economías de escala al comportamiento de los mercados. Y si con ellas no se conforman estructuras monopólicas lo lógico es facilitarlas.
Pues bien, el rampante nacionalismo europeo lo que está haciendo es obstaculizar buena parte de estas fusiones que, sin conformar monopolios, lo que están procurando es más competencia a nivel de la Unión Europea. Es decir, mayores ventajas para los consumidores.
Los casos son muchos. Y buena parte de ellos están focalizados en el sector energético. Hasta el punto que está planteada actualmente una aguda polémica entre las autoridades de la Unión Europea de Bruselas y varios de los países miembros, precisamente sobre este tema. La primera quiere más mercado. Los segundos más intervencionismo y más nacionalismo.
Francia se opone, por ejemplo, a que sus compañías de gas y electricidad puedan ser cortejadas por intereses extranjeros, y proceden a cerrarlas. Los españoles actúan de la misma manera: se oponen cerreramente a que una gran empresa alemana de energía pueda postularse como eventual interesada en adquirir una de sus principales compañías de generación y de distribución eléctrica. Los italianos hacen todo tipo de trucos (lo que le costó inclusive el puesto al anterior director del Banco de Italia) para que dos de sus bancos no caigan en manos de inversionistas holandeses.
Y como si lo anterior fuera poco, las autoridades judiciales italianas acaban de revelar (en pleno campeonato mundial) que ni siquiera el fútbol escapa a los intentos de colusión: los dirigentes de los principales clubes italianos acaban de ser formalmente acusados de interferir el libre mercado del fútbol al presionar árbitros en las partidas claves del campeonato del “calcio” italiano.
Europa seguirá perdiendo inexorablemente terreno económico frente a los Estados Unidos y Asia si no se atreve a liberar con más audacia sus mercados. Comenzando por el del trabajo. Siguiendo con el de los energéticos. Y concluyendo con todos aquellos en los que sus gobiernos (los mismos que le predican el libre mercado al tercer mundo) hacen gala de un nacionalismo pasado de moda, prohibiendo o entorpeciendo que sus empresas sean adquiridas por otras organizaciones de la misma Unión Europea. A menudo por falsos orgullos. Y olvidando siempre que al único al que hay que proteger -aunque poco se habla de ello- es al consumidor.
Lo que está aconteciendo en Europa debe proporcionar abundante materia prima de reflexión para lo que corresponda hacer en Colombia. Las magnitudes son por supuesto diferentes. Pero los problemas a resolver, y los intereses a proteger o a reprimir son siempre los mismos.
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